lunes, 21 de septiembre de 2015

Tengo

Si mis hijas supieran de nuestra amistad de seguro no me creerían. Pensarían que estoy loca, que he perdido la cabeza, lo que agravaría su insistencia y las ganas de ponerme a una mujer en casa.
Ya sabes las veces que hemos hablado de lo de tener a una extraña tocando nuestras cosas, invadiendo nuestro espacio, revolviendo cajones y estantes, perturbando nuestro silencio. Y ¡que pesados con que la compañía me hará bien!
Yo no les pido acompañamiento y si lo hiciera les demandaría el suyo.
Es porque sienten miedo, les asusta que pueda pasarme algo. Me llaman a diario, están empeñadas en llevarme al médico, no me creen cuando les digo que todo sigue igual, que tomo mis pastillas y que no me duele nada.
Sé que fue María, la vecina, quien les dijo que me vio salir a la compra en camisón, que no la saludé al pasar por su lado y que dejé la puerta de casa abierta pero, ¿es que nadie tiene un despiste o un mal día? ¿Nadie contiene demasiado en la cabeza que olvida ponerse un pantalón y una camisa? ¡Con lo bonita que es mi camisola!
No la culpo, no es mala gente. Su defecto es estar pendiente de la vida de los demás. Pobrecita, viuda desde los 30 años, sin hijos, su única hermana vive a 200km de distancia y su mayor entretenimiento, una gata persa, falleció el año pasado. Un día te la presentaré, además cocina unos bizcochos de manzana estupendos. Eso sí, tendrás que rajar con ella más de lo que lo haces conmigo, pues querrá saberlo todo de ti.
Ya sé, ya sé que eres más de escuchar.
Sabes que cuando te vi la primera vez no entendí cómo ni dónde nos habíamos conocido y eso me inquietó, como también lo hizo que te contase y tú no me dijeras nada, tan sólo un ligero asentimiento, esos ojos de comprensión y alguna mueca de desconcierto. Pero ahora, si decides no venir echo de menos nuestras conversaciones. ¡Somos tan parecidas! No te lo he dicho pero me recuerdas a alguien.

¡¡Riinngg!! ¡¡Riinngg!! ¡¡Riinngg!!
Deje su mensaje después de la señal.
-Lucía ¿qué tal? Soy Inés. Está mañana he ido a ver a mamá, no te preocupes se encuentra perfectamente es sólo que... Bueno, estaba sentada a los pies de su cama frente al espejo. Creía que había alguien con ella, la escuchaba hablar, reirse... Lucía ¡no había nadie! Dialogaba con su reflejo, ¡mamá no se reconoce!



Tengo la casa, como se dice coloquialmente, "manga por hombro" pero las ganas de arreglarla no me acompañan.
Tengo unos cuadros horrorosos por todos los lados. Si fueran de paisajes o parajes de ensueño pero, son los espacios de una casa con sus nombres, una casa muy fea. No los limpio porque no me gustan.
Tengo una mujer que me cambia las cosas de sitio, que me hace unas comidas de hospital insanas y que me riñe a la menor escusa. Aunque lo hace a buenas, yo me enfado y ella llora, no lo disimula. No comprendo por qué viene si ya lo hace mi hija.
Tengo una cubertería horrible, los tenedores no pinchan, los cuchillos no cortan, los vasos ya no se friegan. Imagino que lo hacen por mis nietos, para que no se lastimen si se rompe algo pero ya no invito a nadie a comer.
Tengo un teléfono con unas teclas gigantes que uso desde que tú no estás.
Tengo una fotografía mía de cuerpo entero, cual maniquí, en mi habitación. He de reconocer que me gusta, porque a pesar de los años sigo conservando esos rasgos morenos y castizos del sur, esos ojos verdes y labios carnosos, ¡como esa chica que viene a limpiar!
Tengo un solo baño porque un día alguien dijo: -Mamá para ti no es necesario más que un aseo. Y ¿qué voy a replicar yo? Hay un enorme póster encima del lavabo que tiene escrito: ¡Te queremos mamá! Es raro pero es bonito.
Lo que ya no tengo es tu compañía. No quieres compartir tu soledad y permites que yo me quede con la mía. No te gustó que esos hombres, con sus rudas y callosas manos ensuciasen nuestro cuarto, nuestro rincón de confidencias. Te aseguro que a mi tampoco. Pero he de confesarte que ya apenas me acuerdo porque lo que sí tengo, dice mi nieta, son amigos. Hombres y mujeres que, como yo, van cada mañana a aprender.
Y digo bien pues aprendemos de la calidad del ser humano, de la paciencia, la constancia y el cariño que puede dar, aprendemos a no perder la sonrisa, aprendemos que los años y la enfermedad nos enseñan algo nuevo cada día pero, sobre todo, aprendemos gracias a la gran labor que desempeña el equipo de trabajo del Centro Ocupacional o, de la escuela que es como le digo.
Estos profesionales saben que sus ejercicios, sus terapias, sus juegos, bailes y canciones nos ayudan a ralentizar el proceso de este mal, cada vez más diagnosticado, llamado Alzheimer, pero ignoran que el amor con que lo hacen nos toca el corazón y calienta nuestras memorias impidiendo que lo que fuimos y somos caiga en el olvido.

¡¡Riinngg!! ¡¡Riinngg!! ¡¡Riinngg!!
-Inés, buenos días. Quería contarte que hoy mamá, al salir del Centro Ocupacional, me ha pedido perdón por las veces que se molesta conmigo cuando voy a su casa para ayudarla. ¡Lucía! ¡No me ha olvidado!



Porque ellos, los enfermos, me enseñaron que se puede querer sin conocer.

Mi más sincero reconocimiento a todos los que trabajáis por y para este colectivo. 

martes, 15 de septiembre de 2015

El supermercado

  Os dejo la pequeña anécdota de Daniel. Un cuento que admite juego y con el que los niños se divierten participando. Ya sabéis que la explicación a cómo se juega está en la entrada del 23 de julio, indicación//Una linda calabaza.    

  Daniel contaba con 7 años y su hermana Claudia con 3 menos que él. Le encantaba jugar con sus coches, tenía de todos los colores y de todos los tamaños. Pero lo que no le gustaba era cuidar de su hermana pequeña cada vez que mamá salía a hacer la compra.
   Una tarde con su coche de cars, jugando a las carreras en el pasillo de casa, Daniel tiró y rompió uno de los jarrones chinos de su mamá.  A mamá le fascinaban los jarrones. Cuando preguntó quién había sido, Daniel culpó a Claudia y Claudia lloraba y Daniel la acusaba y mamá más  se enfadaba.

www.quia.com
   Como castigo se los llevó a la compra. No iban a tardar mucho porque sólo comprarían lo necesario para hacer un gran bizcocho. Era el cumpleaños de Daniel justo al día siguiente. Bastaría con: azúcar, leche, chocolate y galletas, bueno también cogió pepinillos y paté. 
 Montados en el coche, mamá pidió a Daniel que le recordase la lista de la compra. -Leche, galletas, azúcar, chocolate, paté y pepinillos, repetía Daniel, y Claudia a su vez -galletas, azúcar, chocolate, leche, paté y pepinillos.                                       
      Llegaron al supermercado y les dijo: -¡Daniel, Claudia! vayan a por el chocolate, yo cogeré el paté y los pepinillos; nos vemos en el pasillo de la leche. Cuando llegaron donde el chocolate, Daniel se quedó maravillado. Había una inmensa estantería llena de tarros de nocilla. Nocilla de todos los colores, nocilla blanca, negra… Daniel sólo pensaba en comer kilos y kilos de nocilla.
      Reunidos en el pasillo de la leche terminaron de comprar el azúcar y las galletas.
     -Bien niños, nos vamos para casa, quiero hacer el pastel antes de la cena, dijo mamá. Mientras ella pagaba la compra, los niños se fueron para el coche. Daniel seguía embelesado con la nocilla. Sin pensárselo se bajó del coche en el tiempo que su mamá guardaba todo en el maletero.
    Daniel volvió al supermercado y fue justo al pasillo de la nocilla, no sabía cual coger si la nocilla blanca, la negra, ¡¡¡NOO!!!, mejor la nocilla de dos colores. Se escondió en un rinconcito, abrió la nocilla y empezó a meter su dedito despacio y después más deprisa y más, más… Daniel era el niño más feliz del mundo.
    Cuando mamá bajó la leche, el azúcar, el chocolate, los pepinillos y el paté, cogió a Claudia y descubrió que Daniel no estaba en su asiento.
     -¡¿Dónde estaba Daniiieeeelll?!
    Subió, de nuevo, a Claudia en el coche y regresaron a la tienda. Mamá preguntaba a los señores y personal del supermercado si habían visto a un niño de 7 años, rubio, con unos pantaloncitos azules. Nadie lo había visto.
     Daniel seguía oculto, sin saber que su mamá lo buscaba, satisfecho por comer tanta nocilla.
     Mamá y Claudia se fueron a casa tristes. Mamá no hizo el pastel, guardó el azúcar, la leche, las galletas y el chocolate.
   Anocheció y cerraron el supermercado, Daniel se había quedado dormido y nadie lo vio. De pronto se despertó, se hacía pis.  -¡¡OOOhhhh Diiioooss!! ¡¿Dónde estaba?! Lloró, quiso salir y volver a casa,  cuando... ¡¡IUIUIUIUIUIUIOIOIIIO!! La alarma.
    Daniel asustado se quedó quieto. En un instante llegó la policía y, allí  estaba él, con los morros manchados de nocilla, llorando y llamando a su mamá.
   Lo llevaron a casa y mamá lo besó, Claudia lloró y lo abrazó. Mamá hizo el pastel, Daniel le ayudaba y le daba  la leche, el azúcar, las galletas y el chocolate.
    Quedó un pastel  buueeníííísimooo.
    Su mamá le explicó el peligro que podía correr al quedarse sólo y le transmitió el miedo que ella y Claudia tuvieron al creer que algo malo le había sucedido. Nunca más tuvo lugar algo como aquello y para su cumpleaños le regalo muchos vasos de nocilla. 


jueves, 10 de septiembre de 2015

La vendimia

http://lasombra.blogs.com/la_sombra_del_asno/2009/10/
Hoy, por fin, después de tanto esperar me voy a estrenar.
Ya tengo la edad y la capacidad de manejar esas tijeras que, todos los primeros de septiembre, mi padre limpia y pone a punto para que, año tras año, unas manos conocidas, otras familiares, incluso algunas novatas sean el motor que las haga funcionar.
Son muchas las que tiene en el cajón pues, como los coches también se estropean. Unas son más pesadas, otras van de maravilla, tanto que apenas se nota el corte, están las que sólo con mirarlas sabes que son las tuyas y las que te tocan porque  ya han cogido las mejores. Tijerillas viejas que pierden el gusanillo, nuevas que se guardan en la guantera del coche, listas para ocupar el lugar de las que se retiran. Yo he marcado las mías, en uno de sus lados le he pegado un poco de cinta adhesiva de color rojo, así sabrán cuales son.

En el recreo les he contado a todos que me voy a vendimiar. Mi papá vendrá a descargar la uva que hayan recogido durante la mañana, comerá rápidamente en casa de los abuelos y ya estaré preparado para irme con él.
Estoy emocionado, no sé si me subiré en la cabina del tractor o en el asiento del remolque. Raúl, mi compañero de mesa en el colegio, me ha dicho que los baches son más divertidos en el remolque.

Suerte que ha dejado de llover, pues se ha pasado todo el fin de semana lloviendo con intensidad. Nubes que llegaban con las ganas de descargar el agua que no había caído en el verano. En casa se respiraba cierto nerviosismo por el miedo a que un nulo estropease la cosecha y el trabajo de todo un año.
Ha salido el sol pero existe la probabilidad de tormenta. Por si así fuera, la abuela me ha echado un impermeable. -Te lo meto en la cesta, me ha dicho.
Nos ha arreglado una cesta con la merienda, unas ricas magdalenas recién hechas, zumos y una coca-cola de 2 litros, con sus correspondientes vasos de plástico.

Cuando llegamos al campo, la cuadrilla ya está en el tajo. José, el hijo de nuestra vecina, un joven de veinte años que pretende sacarse un dinero antes de irse a estudiar, viene en busca de mi padre y le ayuda a vaciar los cuévanos que se han llenado mientras estaba en la cooperativa.
Yo bajo del tractor y voy donde está mamá, una cepa casi tan poblada de uva como de hojas. Su compañera me saluda, es Ana una amiga de toda la vida. Al resto también los conozco: María y Laura, son hermanas, la mayor va en la pandilla de mi primo Luis. Julián y Carmen, una pareja que viene ya un par de años en la campaña.
Como es mi primera vez mi madre se pone conmigo y Ana se va con José, que ya se pone en el hilo. Somos nueve, por eso mi padre irá de non, vendimia las cepas que dan al carril, justo al lado del remolque.
Me enseña cual es la manera de sujetar el racimo con una mano a la vez que con la otra corto el pezote. Las rebuscas me hacen gracia, parecen bolas de adorno como en el árbol de Navidad, -Se cogen mejor y más deprisa si estiras de ellas con la mano, me dice.
No le gusta que cargue el cuévano con mucho peso y llama a papá para que la ayude a echarlo a la pala.


Estoy muy afanado en mi trabajo, quiero ser tan rápido como mi compañera.
Sin darme ni cuenta se ha hecho la hora de merendar. Voy a por la cesta de la abuela y nos sentamos a la sombra del tractor. El calor no nos molesta gracias a que corre el aire y suaviza la temperatura.
Julián saca una bota de vino, hace un agujero en su magdalena y le echa un chorreón, se la pasa a Carmen que hace lo mismo. Nos gusta la idea, así que todos nos comemos nuestra magdalena mojada en vino, costumbre que me contaron viene de años atrás.
Retomamos la faena, noto una ligera molestia en mi espalda que se pasa una vez que me caliento,       -esta noche voy a dormir como un bebé, pienso.
María propone un juego, una especie de adivinanzas con pistas sobre personajes famosos. Mamá y yo somos buenos, hemos acertado bastantes, papá casi no se entera porque está más alejado y cuando participa lo hace a destiempo, lo que nos provoca grandes arrebatos de risa.
-¡Chicos apaguen sus máquinas y guarden sus armas!, se oye gritar a mi padre.
 Es hora de irnos, dejamos los cuévanos sin uva, los escondemos entre las cepas mientras él pone la lona al remolque y desengancha el tractor.
Como esa noche no hay descarga me voy en el coche, quiero ir con mamá a llevar a la gente a sus casas. El ambiente que hay en esta época y a estas horas me encanta. El olor a mosto impregna todo el pueblo y las luces de los pilotos de los tractores iluminan sus calles, llenando la explanada de la cooperativa de colores naranjas y amarillos.

Ha estado genial, los abuelos nos esperan en casa, quieren saber qué tal se me ha dado. Les cuento lo bien que lo hemos pasado y justo llega papá.
-¡Ya estamos todos! dice el abuelo que ha comprado bollos de mosto y está deseoso de  comerlos. Están riquísimos con su azúcar tostada por arriba y ese color rojizo.
La abuela viene desde la cocina con un humeante chocolate con leche, sólo de verlo ya se me hace la boca agua.
No se me ocurre mejor punto y a parte para una jornada de vendimia.

http://www.e-itaca.es/764-chocolate-solidario

viernes, 4 de septiembre de 2015

Los hermanos García

Hace muchos años, cerca de un lindo valle, rodeado de inmensos árboles vivía humildemente la familia García: el papá Ramón, la mamá Carmen y los hermanos García.
Eran felices, los días transcurrían tranquilos. La mamá se ocupaba de las tareas del hogar, el papá salía a cazar, a pescar, se ocupaba del pequeño huerto que tenían detrás de la casa y, los seis hermanos García dedicaban la mañana al estudio y las tardes a jugar en el maravilloso valle que quedaba junto a la casa.

Jamás atravesaban los inmensos árboles. Mamá era muy temerosa y no les dejaba jugar cerca, pues nunca nadie había visto lo que allí había. Carmen los vigilaba cada tarde sentada en su mecedora mientras tomaba limonada.
Los hermanos García jugaban a muchas cosas: escondite, pilla-pilla, balón… Bueno, al balón a penas si jugaban porque cuando lo lanzaban más allá de los árboles no podían recuperarlo y habían perdido tantos balones que se cansaron de jugar con ellos, aunque cuando se aburrían lo que más deseaban era un balón y poder jugar al fútbol.

Se acercaba el invierno y, los días se volverían grises, cubiertos por las nubes y tan fríos como el hielo, por eso papá Ramón pidió a Carmen que le ayudase a recoger leña para guardarla en el cobertizo y refugiarla de la lluvia.
Antes de salir mamá advirtió a los hermanos García para que no cruzasen los inmensos árboles, que estuviesen tranquilos y no se peleasen, pues ellos no tardarían en regresar.
Los seis hermanos se encaminaron al valle. Jugaron al corro de la patata, jugaron al veo-veo, jugaron al zapato por detrás, jugaron a pi 1,… No sabían a qué más jugar. Papá y mamá todavía no habían vuelto. Entonces propuso el pequeño y atrevido hermano García: −¿Por qué no vamos a los inmensos árboles y recuperamos nuestros balones? ¡¡Así podremos jugar y no estaremos aburridos!!


El mayor de los hermanos quiso ser responsable y obedecer a su mamá y, reprendió el comentario de su hermano pero, todos los demás pensaron que era una gran idea.
Después de unos minutos de discusión los hermanos García se adentraban en los inmensos árboles sin saber el riesgo que suponía.
Decidieron no separarse bajo ningún concepto pero cuando el mediano de los hermanos divisó uno de sus balones perdidos escucharon un gran ruido.
-¡¡¡¡¡GGGGUUUUUUUUAAAAAA!!!!!
Horrorizados echaron a correr. Ninguno recordaba el camino de vuelta al valle, así que acordaron esconderse en una pequeña cueva que apareció en medio de la maleza. Abrazados y a oscuras volvieron a escuchar.
-¡¡¡¡¡GGGGUUUUUUUAAAAAAA!!!!!
Se adentraron más en la cueva. Pensaron quedarse allí, seguros de que papá y mamá no tardarían en ir a por ellos. Agotados se tumbaron en el suelo, notaron que estaba blandito y calentito, una sensación que les gustó. No tardaron en quedarse dormidos.
Amaneció, Carmen y Ramón no los habían encontrado.
Cuando los hermanos García despertaron y, a plena luz del día, vieron lo que bajo sus pies había, gritaron como nunca antes lo habían hecho.
¡¡¡¡¡¡Es un oso!!!!!!
El oso despertó y chilló como los hermanos.
Tan fuertes fueron los gritos que mamá y papá los oyeron y pudieron encontrar la cueva donde estaban. Se asustaron al ver al oso, todos los hermanos corrieron al ver a sus papás y agarrados a sus piernas y brazos regresaron a casa. Por suerte, no les pasó nada.
 Entendieron el peligro que hay en lo extraño, no volvieron a desobedecer a su mamá y nunca, nunca supieron que aquel pequeño oso tratando de ir al lindo valle se perdió y escondiéndose de los ruidos que los hermanos García hacían halló la misma cueva. Su mamá también le prohibía ir más allá de los inmensos árboles, pues nunca ningún oso había visto lo que allí había.





martes, 1 de septiembre de 2015

Resaca

Cuando todo pasa y sólo queda el recuerdo.
La sensación de que no pudo haber sido mejor.
El asomo de cierta nostalgia tras lo que tan pronto se fue.
El adiós de lo que con tanta ansia se espera.
El consuelo de pensar que vendrán otros momentos, instantes de felicidad que recorrerán nuestras venas para después  perecer en la memoria.

Con los años uno toma consciencia de que la resaca es algo más que un incómodo malestar, fruto de la sed que se tiene el día o la noche anterior y que nos hace lamentar y prometer no volverlo hacer, sabiendo que, de nuevo, ocurrirá. Pero ha de pasar, pues debemos celebrar, sin necesidad de tener un motivo, debemos festejar por lo que nos haga vibrar el alma, debemos participar de esa sensación de alegría y bienestar que nos da estar rodeados de las personas que consideramos importantes en nuestra vida, debemos exprimir al máximo aquello que nos tuvo excitados unos días, unas horas… para que el jugo sea siempre lo más dulce posible. Porque respirar es más sencillo si huele a farra.
¿Qué sería del ser humano si no tuviera esparcimiento?
Párate y piensa en ese día que decidiste no salir sólo porque estabas cansado, triste, abatido, enfadado o, porque era uno de esos en los que nada te viene bien, ni siquiera te encuentras cuando te miras al espejo.
¡Piensa! Esa sensación que tenias no mejoró al no hacer nada, puede que incluso te consumiera. Desperdiciaste el beneficio de compartir, de dar y recibir, no permitiste la oportunidad de divertirte, rechazaste la ocasión de disfrutar cada segundo de tu tiempo libre.
 ¡Inconsciente! Las paredes de tu cuarto no van a proporcionarte nada nuevo y, puede que mañana sea tarde.
Sal, pon un pie en la calle, verás que el otro te sigue, homenajéate sin causa alguna y emborráchate si la hay. Embriágate de gente, su ruido y devenir, de risas y conversaciones. Empápate de olores, colores y sabores. Muévete al son de la música, deja que el baile te libere, te transporte y te lleve a la extenuación.
El descanso siempre va a esperarte.
El silencio y la tranquilidad, medicinas necesarias pero no recurrentes.
Las cefaleas, los vómitos y las tripas rotas son el cierre de una buena fiesta. Fiesta que evocar y almacenar en la añoranza.

Sólo un consejo: no des cabida a la amnesia. Si tienen que contártelo vivirás el recuerdo de otro.


Sólo una breve historia:

Él pasa y ella se sonroja.
Ella pasa y él la evita.

Después de todo el curso sin atreverse a hablarle, anoche lo hizo. Pero, ¿cómo lo hizo?
Estaba nerviosa, no iba a irse de la fiesta sin decirle que le gustaba, que notaba cómo, a veces, la miraba, que se esperaba cada mañana con cualquier excusa para verlo salir y, así emprender el camino de regreso a casa y que odiaba los fines de semana o los días que enfermaba porque no sabía nada de él.
Susana, su mejor amiga, le ofreció algo para que se tranquilizase. No lo había probado antes y no sabía tan mal como le aseguraban sus padres, además se sintió más relajada.
Lo haría, se sentía segura pero, ¿por qué no bailar y beber un poco más?

Iván cogió su chaqueta y se dirigía a la salida cuando Eva lo vio. Entre empujones y, algún que otro pisotón, llegó hasta él.
La cosa no debió de salir bien, Eva entró, de nuevo, en la fiesta y con voz temblorosa le pidió a Susana que la acompañase a casa. Susana no la soltó del brazo en todo el recorrido, no se sentía bien y casi no la entendía cuando hablaba.
Por suerte, esa noche los padres de Eva cenaban con unos amigos y todavía no habían llegado.
Susana la desvistió y le puso el pijama.  -Ha sido mi culpa, pensó. -Le he estropeado lo que con tantas ganas esperaba.-
Cuando Eva se despertó a la mañana siguiente no recordaba lo que sucedió, Susana tampoco había visto nada y, al parecer, nadie más estaba fuera. Nadie que pudiera decirle qué pasó. Si quería saberlo debía preguntárselo a Iván y no se atrevió. No quiso sentir la vergüenza por no acordarse ni la humillación por lo que hubiese hecho.

Él pasa y ella se sonroja.
Ella pasa y él la evita.