jueves, 20 de agosto de 2015

La vaquita azul

    
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    Sara era una niña muy inquieta y muy curiosa, le encantaba jugar a los detectives, explorar cada rincón que conocía. Quería saber qué le rodeaba, los árboles y flores que crecían en su jardín, la cantidad de bichitos que lo habitaban, qué pasaba si a una hormiguita le arrancaba una pata, el número de alcantarillas que había desde su casa al colegio…
Siempre había vivido en el centro de Madrid con sus papás y su perrito Joaquín pero, desde hacía unos meses se habían mudado a las afueras, a un barrio residencial muy bonito y muy tranquilo.
Al principio, cuando llegó a la nueva casa todo estaba por explorar, por ver e investigar. Pasaba las horas sin darse cuenta de cómo transcurrían los días. Pero, lo había descubierto todo y se aburría. Además desde su nueva situación había dejado el colegio, un señor iba a su casa, dos horas por las mañanas, tres veces a la semana. Don Luis era su maestro, un hombre bueno y simpático que, le permitía curiosear sobre sus cosas: si tenía novia, si jugaba al fútbol, qué música escuchaba…
Un día, en una lección de historia, Sara miró por la ventana y vio como el perro de su vecino, un teckel marrón muy gracioso, correteaba hasta el jardín de la entrada de su casa, olisqueaba un rato y se sentaba justo en el poste donde una cuerda colgaba atada a un neumático en el extremo, que hacía las veces de columpio.
 Cuando despidió a Don Luis, desde la puerta de casa observó que el perro seguía allí sentado. No le dio importancia, ni siquiera se acercó, aunque le encantaban los perros.
Ocurrió que en las sucesivas clases seguía mirando por la ventana y contemplaba la misma escena que aquel día en la clase de historia, entonces sí, le pudo la curiosidad y uno de esos días interrumpió la clase para ir donde el perro. Fue despacio, lo acarició, se sintió segura al ver moverse el rabo de ese lindo teckel.
Sara miró el columpio, al frente, miró la tierra, pero no vio nada que pudiese explicar por qué el perro iba cada día a ese mismo lugar.


Como no tenía nada mejor que hacer, dedicó su interés y su tiempo, por las tardes, a averiguar sobre ese animal. Se le ocurrió excavar, como lo hacía en la playa con sus papás. Sacó del desván su pala, rastrillo y cubo.
−¡Qué tonta! Exclamó. −¡Por qué no se me ocurrió antes! Enterrar para después sacar objetos les encanta a los perros.
Encontró una pequeña vaquita azul de cuernos blancos que llevaba al cuello una cadena verde con una placa en la que se leía: Siempre juntos. Sara se la guardó en el bolsillo de su chaqueta, colocó la tierra como estaba y corrió hacia su habitación.
Por la mañana, en clase miró por la ventana hasta que apareció el perro. Llegó hasta el columpio, olisqueó pero no se sentó, se marchó. Sara pensó que la vaquita era de su dueño.
Esa misma tarde fue casa de su vecino, le abrió la puerta un señor mayor de pelo canoso y le dijo que esa vaca no era suya y el perrito tampoco. La familia que, anteriormente, había vivido en la casa de Sara, la abandonaron de la noche a la mañana dejándose olvidado al perro. Le contó que era un chico de su misma edad el dueño, Pedro el hijo del Sr. y la Sra. Fernández, y pasaban tardes enteras jugando en el jardín.
Sara preguntó si sabía dónde vivía pero, aquel señor no supo contestarle.
Al día siguiente despertó temprano, tenía trabajo por delante, estaba dispuesta a encontrar al dueño de la vaquita y el perro. Hizo un centenar de copias de un cartel con la foto de la vaquita y un número de teléfono. Los pegó todos, incluso pidió a mamá que se llevase al trabajo.
Pasaron sólo dos días cuando sonó el teléfono. Era un niño, hablaba de un cartel, Sara se emocionó, ¡¡Lo había conseguido!!
Quedaron a la tarde. Cuando llamaron al timbre Sara salió corriendo de su habitación, con la vaquita en la mano. Abrió la puerta y allí estaban, un niño de la mano de una señora delgada que, nada más ver la vaquita soltó su mano para cogerla. Sara se la tendió pero, de repente, el niño entristeció al recordar a su perrito.
La mamá de Sara los invitó a un té y unas pastas.
Sara comprendió que lo que de verdad quería Pedro era a su perro, así que salió al jardín y enterró la vaquita en el mismo lugar donde la había encontrado, regresó al salón y pidió a Pedro que mirase por la ventana y .esperase un poco.
Entonces… Pedro lo vio. Ahí estaba Dukan ¡su pequeño teckel!
Feliz, Pedro corrió hacia Dukan, lloraba de alegría, su mamá le daba las gracias a Sara. Ella se acercó a Pedro y desenterró la vaquita azul. Pedro le dijo que no sabía cómo se lo agradecería, pero Sara sí lo sabía…

 Desde ese mismo día, Pedro iba dos tardes a la semana, junto a Dukan, a jugar con Sara y su perro Joaquín.  
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viernes, 14 de agosto de 2015

Tiempo es sólo una palabra


Vive como lo sientas, No sientas que vives!!

Dos ancianos sentados en el solitario banco de madera del parque, no porque sea el único que hay sino porque es el que conserva la huella del paso del tiempo, la misma que ellos atesoran en su rostro. Cada tarde distraen su espera viendo cómo juegan e inventan sus vidas los niños del barrio.

- Tú eras la mamá y yo el hijo que venía de trabajar y me llamaba Luis-.
- Si me dejas tu pala te invito a mi cumple.
- ¡¿A que no me pillas?!

Una espera que no les depara nada. Tal vez una llamada, no. Ya hablaron la semana pasada. Una espera al yermo, a aquello que ya no tiene vida. Una espera a la añoranza de lo que fueron, la nostalgia de un tiempo que se les escapaba felices, en compañía, ansiosos, borrachos, exhaustos, colmados… Un tiempo que sólo era la palabra que contemplaba los momentos de unos niños, de unos jóvenes y adultos.
Y ahora en la calma que les queda, en la tranquilidad de sus días piensan en esos niños, piensan que sus pasos les conducirán hacia el mismo lugar pero, no serán dos jubilados hastiados. Quieren jugar, sentir, inventar, reír, llorar… Quieren vivir.

¿A caso existe una ley que prohíba sentirse vivo?
¿A caso unas arrugas encierran un espíritu?
¿A caso no se viven demasiados años bajo la moralidad de quienes nos rodean?
¿A caso nos obligan a perder la esencia de lo que fuimos?

Se dirigen al parque, como siempre. Están nerviosos, no se han dicho nada en el camino, intuyen que algo en el otro es diferente, la mirada, la sonrisa, la firmeza al andar…
Hoy sólo hay niños en el parque.
¡¿Jugamos?!







martes, 11 de agosto de 2015

Amadas pipas de girasol

    
   ¿Qué importancia le damos a conocer lo que nos rodea y comprender su significado?
  ¿Reparamos en lo que sabemos y advertimos en la ignorancia?
  ¿Cuanto valoramos las relaciones y experimentamos nuevas?
 Os presento a Rony como ejemplo de la comodidad del hogar y las pocas ganas de codeo con el exterior. Un cuento que admite juego, como observareis en las veces que se mencionan las distintas clases de pipas.
  La explicación al juego la encontraréis en la entrada del 23 de julio. 
      
   Madia, la mayor fábrica de pipas del mundo: pipas de girasol, saladas, tostadas, peladas, pipas garrapiñadas y, desde hacía un par de años, una planta entera de pipas de calabaza.
      ¡¡¡Riquíííííííííísimas!!!
     Rony era el ratón más feliz de la tierra. Se sentía el roedor más afortunado y daba gracias a sus padres por vivir en ese agujerito de la pared del sótano de la industria de la semilla. Además de Rony y sus papas allí también vivían la familia Rodríguez, la familia Menéndez, Lucy y su abuelita Cloti, Berman y Roman, dos jóvenes que, huyendo de las garras de un felino, encontraron su hogar en el reino de las pipas.
     Los Rodríguez amaban las pipas peladas, Lucy y su abuelita se debatían todos los días entre las pipas tostadas o las, tan novedosas, pipas de calabaza, la familia Menéndez lo tenía claro, las suyas eran las garrapiñadas, eran tan golosos, Berman y Román se deshacían con las pipas saladas y ¿Rony? Él quería todas las semillas.
   Cada mañana, con su mochila a la espalda, recorría los pasillos sutilmente recogiendo las más hermosas, llevando a casa las mejores pipas de girasol. Pipas saladas para mamá, pipas tostadas para papá, peladas para la merienda, pipas garrapiñadas para endulzar el día y pipas de calabaza para la cena.


      Sus papás le habían comprado la mochila porque ya era el momento de que Rony experimentara, conociera y aprendiera todas o casi todas las cosas del mundo exterior.
      Los hijos de los vecinos, Germán, Lori y Yona salían juntos cada mañana y buscaban los parques cercanos. Husmeando en sus papeleras encontraban cosas tan deliciosas, corrían hacia la escuela de los humanos, cuanto se divertían aprendiendo los juegos de los niños. Caminando de vuelta a casa admiraban los escaparates de las tiendas, veían los miles de colores y formas que las personas han creado. Fascinados ansiaban una nueva mañana y contaban a todos lo ocurrido durante la cena, comiendo sus pipas peladas, pipas saladas, tostadas, de calabaza y garrapiñadas.
     Los papas de Rony esperaban que, con el entusiasmo de los niños y las ganas siempre de salir al exterior, se uniese a ellos y aprendiese a desenvolverse en la calle, a encontrar comida, saber de las zonas tranquilas, conocer amigos… Pero Rony sentía que lo tenía todo y que no le hacía falta conocer y experimentar fuera.
   -¿Para qué? Aquí lo tengo todo: casa, comida y calor-, pensaba.
     Su mamá estaba preocupada: -Y ¿si algo pasaba? ¿si la fábrica cerraba?

    Una mañana, Rony ya había regresado de recoger las semillas cuando bajo sus pequeñas patitas notó que la tierra se movía. Al principio fue un leve temblor pero, de repente, el suelo comenzó a agrietarse. Se quedó paralizado, justo esa mañana todos los vecinos incluidos mamá y papá habían salido a admirar el color y el olor que trae consigo la primavera.
     Los humanos corrían despavoridos, uno le pisó el rabo entonces cogió su mochila y corrió cuanto pudo hasta llegar a la calle, sólo paró cuando chocó contra un árbol, ahí hundió su cabecita en el pecho y esperó. Esperó a que todo pasase. Esperó a que su mamá y papá regresaran. Esperó para volver a casa, esperó…


   Asustado y hambriento Rony seguía en ese árbol, no podía volver a casa, el temblor había derrumbado Madia, la mayor fábrica de pipas del Mundo, sus papás no habían regresado, no sabía dónde buscarlos, ni siquiera sabía ¡¡¡cómo buscarlos!!!! No podía hacer nada. Abrió su mochila, tenía sus tan amadas pipas saladas, peladas, tostadas, garrapiñadas y de calabaza.
   De repente algo salto sobre su cabeza, querían quitarle sus pipas. Una ardilla descontrolada trataba de arrancar de sus manos una pipa tostada. Intentó hablar con ella, pero se comió todas sus pipas y se fue.
     Sin hogar, sin sus papás y amigos, sin sus amadas semillas, Rony comprendió lo importante que es aprender, conocer y experimentar el mundo. Recordó lo bien que lo pasaban Germán, Lori y Yona cuando salían por las mañanas. Cogió su mochila y la llenó de todas las ganas posibles de descubrir, buscar y saber  lo que se había perdido.  ¡¡¡Rumbo al mundo!!!






jueves, 6 de agosto de 2015

Unos buenos amigos


Los amigos, piezas esenciales, con los que aprendemos a jugar, compartir y respetar.


El verano estaba siendo menos caluroso que otros años, por eso las horas de juego llegaban antes. No esperaban a la caída de la tarde.
Todos estaban contentos: los niños porque pasarían más tiempo con los amigos, disfrutando en el claro del bosque, las mamas felices porque podrían aprovechar esas horas para hacer sus trabajos y, aún les quedaría lugar para relajarse y los papás animados, ya que no aguantarían las altas temperaturas pescando en el río para llevar la cena a casa.

 Así eran las tardes de Coto Grande:

Anita, la inquieta ardilla, corría hacia casa de Estrellita, una liebre muy miedosa, juntas corrían en busca de Manolo el topo, los tres caminaban hasta la Roca de Pico, era allí donde quedaban con Andrés, el joven cervatillo, Rico el lindo perico, Felixa la tortuga y Boni, el sapo curioso.
Lo pasaban genial, echaban carreras, Felixa la tortuga era quien las proponía, jugaban a la prenda perdida que, terminaba cuando Boni se tragaba la prenda que solía ser una piedra del camino, todas le resultaban curiosas: su forma, su color… El escondite les fascinaba pero, siempre en parejas porque a Estrellita le daba miedo esconderse sola.
Al atardecer llegaban las madres que, orgullosas de sus hijos, charlaban tranquilas hasta el regreso de los papás. Y así las familias juntas se iban a sus casas, donde las mamas preparaban el rico pescado y los niños contaban las travesuras del día.
Ya salía Anita en busca de Estrellita cuando, entre dos árboles, vio algo extraño,    prestó toda su atención, agachada en el suelo para no ser vista y… Ahí estaba: ¡¡¡Un Zorro!!!
−¡¡Oh no!! Tengo que volver a casa cuanto antes, decírselo a mamá y esperar a papá, él sabrá qué hacer, pensó.
Mientras, Felixa la tortuga, Boni el sapo y Andrés el cervatillo esperaban a sus amigos que, aquella tarde, no aparecieron. ¿Qué habría ocurrido? ¿Por qué no habían ido sus amigos?
A la mañana siguiente las perdices informaron de la aparición del zorro.
¡¡Qué horror!!
Las mamas estaban asustadas, los niños tristes, los papás inquietos. Todos en busca de un plan.
Una tarde Anita ya no pudo más y salió de casa, quería observar a ese zorro que tenía aterrado a todo el bosque.
Lo buscó y lo encontró pero, cuál fue su sorpresa cuando se acercó y descubrió a un pequeño zorro asustado que lloraba sin consuelo.


Anita bajó del árbol donde se ocultaba y preguntó:
−¿Estás bien? ¿Cómo te llamas? Y esperó.
El pequeño zorro no le contestó.
Anita regresó a su casa pero no le contó nada a su mamá
Al día siguiente, cuando se hizo la hora del juego fue a buscar a sus amigos y les contó lo que vio.
Decidieron buscar juntos al zorro.
Estaba en el mismo lugar donde Anita lo encontró. Armados de valor se acercaron y le preguntaron. Esta vez el pequeño zorro sí les respondió.
Les contó que se había perdido tras tener que huir porque algo amenazó su hogar, tuvo que separarse de su mamá para despistar. Su papá no estaba en ese momento y seguro que andaba buscándolo. Además tenía mucha hambre, su familia era vegetariana y desde que había llegado allí no había encontrado nada para comer, él no sabía trepar a los árboles, donde estaban los frutos. Lloraba porque desconocía qué habría sido de su mamá.
Todos los amigos de Coto Grande le tranquilizaron. Lo llevaron casa de Anita para preguntar a sus papás qué hacer.
Esa misma tarde y en las tardes siguientes ayudaron al pequeño zorro a buscar a sus papás.
Todos estaban excitados, las tardes eran más interesantes. Y el pequeño zorro, convencido de que vería a sus padres, se sentía feliz porque había encontrado unos buenos amigos.