Los amigos, piezas esenciales, con los que aprendemos a jugar, compartir y respetar.
El verano estaba siendo menos caluroso
que otros años, por eso las horas de juego llegaban antes. No esperaban a la caída
de la tarde.
Todos estaban contentos: los niños
porque pasarían más tiempo con los amigos, disfrutando en el claro del bosque, las mamas felices porque podrían aprovechar esas horas para hacer sus trabajos
y, aún les quedaría lugar para relajarse y los papás animados, ya que no aguantarían las altas temperaturas pescando en el río para llevar la cena a
casa.
Así eran las tardes de Coto Grande:
Anita, la inquieta ardilla, corría hacia
casa de Estrellita, una liebre muy miedosa, juntas corrían en
busca de Manolo el topo, los tres caminaban hasta la Roca de Pico, era allí
donde quedaban con Andrés, el joven cervatillo, Rico el lindo perico, Felixa
la tortuga y Boni, el sapo curioso.
Lo pasaban genial, echaban carreras,
Felixa la tortuga era quien las proponía, jugaban a la prenda perdida que, terminaba cuando Boni se tragaba la
prenda que solía ser una piedra del camino, todas le resultaban curiosas: su
forma, su color… El escondite les fascinaba pero, siempre en parejas porque a
Estrellita le daba miedo esconderse sola.
Al atardecer llegaban las madres que,
orgullosas de sus hijos, charlaban tranquilas hasta el regreso de los papás. Y
así las familias juntas se iban a sus casas, donde las mamas preparaban el rico
pescado y los niños contaban las travesuras del día.
Ya salía Anita en busca de Estrellita
cuando, entre dos árboles, vio algo extraño,
prestó toda su atención, agachada en el suelo para no ser vista y… Ahí
estaba: ¡¡¡Un Zorro!!!
−¡¡Oh no!! Tengo que volver a casa
cuanto antes, decírselo a mamá y esperar a papá, él sabrá qué hacer, pensó.
Mientras, Felixa la tortuga, Boni el sapo
y Andrés el cervatillo esperaban a sus amigos que, aquella tarde, no
aparecieron. ¿Qué habría ocurrido? ¿Por qué no habían ido sus amigos?
A la mañana siguiente las perdices
informaron de la aparición del zorro.
¡¡Qué horror!!
Las mamas estaban asustadas, los niños
tristes, los papás inquietos. Todos en busca de un plan.
Una tarde Anita ya no pudo más y salió
de casa, quería observar a ese zorro que tenía aterrado a todo el bosque.
Lo buscó y lo encontró pero, cuál fue su
sorpresa cuando se acercó y descubrió a un pequeño zorro asustado que lloraba
sin consuelo.
Anita bajó del árbol donde se ocultaba y
preguntó:
−¿Estás bien? ¿Cómo te llamas? Y esperó.
El pequeño zorro no le contestó.
Anita regresó a su casa pero no le contó
nada a su mamá
Al día siguiente, cuando se hizo la hora
del juego fue a buscar a sus amigos y les contó lo que vio.
Decidieron buscar juntos al zorro.
Estaba en el mismo lugar donde Anita lo
encontró. Armados de valor se acercaron y le preguntaron. Esta vez el pequeño
zorro sí les respondió.
Les contó que se había perdido tras
tener que huir porque algo amenazó su hogar, tuvo que separarse de su mamá para
despistar. Su papá no estaba en ese momento y seguro que andaba buscándolo. Además tenía mucha hambre, su familia era vegetariana y desde que había llegado allí
no había encontrado nada para comer, él no sabía trepar a los árboles,
donde estaban los frutos. Lloraba porque desconocía qué habría sido
de su mamá.
Todos los amigos de Coto Grande le
tranquilizaron. Lo llevaron casa de Anita para preguntar a sus papás qué hacer.
Esa misma tarde y en las tardes siguientes ayudaron al pequeño zorro a buscar a sus papás.
Esa misma tarde y en las tardes siguientes ayudaron al pequeño zorro a buscar a sus papás.
Todos estaban excitados, las tardes eran
más interesantes. Y el pequeño zorro, convencido de que vería a sus padres, se
sentía feliz porque había encontrado unos buenos amigos.
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