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Sara era una niña muy
inquieta y muy curiosa, le encantaba jugar a los detectives, explorar cada
rincón que conocía. Quería saber qué le rodeaba, los árboles y flores que
crecían en su jardín, la cantidad de bichitos que lo habitaban, qué pasaba si a
una hormiguita le arrancaba una pata, el número de alcantarillas que había
desde su casa al colegio…
Siempre había vivido en el centro de
Madrid con sus papás y su perrito Joaquín pero, desde hacía unos meses se habían
mudado a las afueras, a un barrio residencial muy bonito y muy tranquilo.
Al principio, cuando llegó a la nueva
casa todo estaba por explorar, por ver e investigar. Pasaba las horas sin darse
cuenta de cómo transcurrían los días. Pero, lo había descubierto todo y se
aburría. Además desde su nueva situación había dejado el colegio, un señor iba
a su casa, dos horas por las mañanas, tres veces a la semana. Don Luis era su
maestro, un hombre bueno y simpático que, le permitía curiosear sobre sus
cosas: si tenía novia, si jugaba al fútbol, qué música escuchaba…
Un día, en una lección de historia, Sara
miró por la ventana y vio como el perro de su vecino, un teckel marrón muy
gracioso, correteaba hasta el jardín de la entrada de su casa, olisqueaba un rato
y se sentaba justo en el poste donde una cuerda colgaba atada a un neumático en
el extremo, que hacía las veces de columpio.
Cuando despidió a Don Luis, desde la puerta de
casa observó que el perro seguía allí sentado. No le dio importancia, ni
siquiera se acercó, aunque le encantaban los perros.
Ocurrió que en las sucesivas clases
seguía mirando por la ventana y contemplaba la misma escena que aquel día en la
clase de historia, entonces sí, le pudo la curiosidad y uno de esos días
interrumpió la clase para ir donde el perro. Fue despacio, lo acarició, se
sintió segura al ver moverse el rabo de ese lindo teckel.
Sara miró el columpio, al frente, miró
la tierra, pero no vio nada que pudiese explicar por qué el perro iba cada día
a ese mismo lugar.
Como no tenía nada mejor que hacer,
dedicó su interés y su tiempo, por las tardes, a averiguar sobre ese animal. Se
le ocurrió excavar, como lo hacía en la playa con sus papás. Sacó del desván su
pala, rastrillo y cubo.
−¡Qué tonta! Exclamó. −¡Por qué no se me
ocurrió antes! Enterrar para después sacar objetos les encanta a los perros.
Encontró una pequeña vaquita azul de
cuernos blancos que llevaba al cuello una cadena verde con una placa en la que
se leía: Siempre juntos. Sara se la guardó en el bolsillo de su chaqueta,
colocó la tierra como estaba y corrió hacia su habitación.
Por la mañana, en clase miró por la
ventana hasta que apareció el perro. Llegó hasta el columpio, olisqueó pero no
se sentó, se marchó. Sara pensó que la vaquita era de su dueño.
Esa misma tarde fue casa de su vecino, le
abrió la puerta un señor mayor de pelo canoso y le dijo que esa vaca no era
suya y el perrito tampoco. La familia que, anteriormente, había vivido en la casa
de Sara, la abandonaron de la noche a la mañana dejándose olvidado al perro. Le
contó que era un chico de su misma edad el dueño, Pedro el hijo del Sr. y la
Sra. Fernández, y pasaban tardes enteras jugando en el jardín.
Sara preguntó si sabía dónde vivía pero,
aquel señor no supo contestarle.
Al día siguiente despertó temprano,
tenía trabajo por delante, estaba dispuesta a encontrar al dueño de la vaquita
y el perro. Hizo un centenar de copias de un cartel con la foto de la vaquita y
un número de teléfono. Los pegó todos, incluso pidió a mamá que se llevase al
trabajo.
Pasaron sólo dos días cuando sonó el
teléfono. Era un niño, hablaba de un cartel, Sara se emocionó, ¡¡Lo había
conseguido!!
Quedaron a la tarde. Cuando llamaron al
timbre Sara salió corriendo de su habitación, con la vaquita en la mano. Abrió
la puerta y allí estaban, un niño de la mano de una señora delgada que, nada
más ver la vaquita soltó su mano para cogerla. Sara se la tendió pero, de
repente, el niño entristeció al recordar a su perrito.
La mamá de Sara los invitó a un té y
unas pastas.
Sara comprendió que lo que de verdad
quería Pedro era a su perro, así que salió al jardín y enterró la vaquita en el
mismo lugar donde la había encontrado, regresó al salón y pidió a Pedro que
mirase por la ventana y .esperase un poco.
Entonces… Pedro lo vio. Ahí estaba Dukan
¡su pequeño teckel!
Feliz, Pedro corrió hacia Dukan, lloraba
de alegría, su mamá le daba las gracias a Sara. Ella se acercó a Pedro y
desenterró la vaquita azul. Pedro le dijo que no sabía cómo se lo agradecería,
pero Sara sí lo sabía…
Desde
ese mismo día, Pedro iba dos tardes a la semana, junto a Dukan, a jugar con
Sara y su perro Joaquín.
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